• El Frío en mi corazón

    En octubre 1989 compré un boleto a San Fernando de Apure, en la agencia de la Torre Capriles en Plaza Venezuela. Aeropostal y Avensa volaban sus aviones a diario desde 1985 y 1988 respectivamente, y yo llegaría al llano en uno de ellos. Había aceptado la invitación de mi colega Carlos Lasso durante el bautizo del libro “Frutales de Venezuela” del Hno. Hoyos en La Salle; y es que los biólogos de entonces sabíamos que el Hato El Frío era un destino obligado, así que aquella invitación fue tras mi ingreso al Museo, mi segundo sueño hecho realidad.

    No era mi primera vez en el Llano. En 1971 o 72 mi papá nos llevó a mamá y a mi a un viaje a Barinas. Entre mis recuerdos quedó la flamante carretera construida a mitad del siglo XX en medio de la llanura, y la noche que pasamos en el motel Cacique, impecable y con una piscina, como la Venezuela en la que todo era prosperidad y prometedora modernidad.

    Tras un aterrizaje sencillo en la pista de Las Flecheras, inaugurado en 1957, y con la imagen del Apure que acabábamos de ver desde arriba, recorrimos la recta que va desde San Fernando hasta el Hato, cinco kilómetros después del monumento de Mucuritas, batalla entre un Páez incendiario y un De la Torre, cansado de cabalgar desde el Casanare. Llegamos atardeciendo. El Toyota se detuvo en la entrada del Hato y el olor de la sabana húmeda entró como un abrazo impetuoso por la ventana. Un maute sobrio, blanco como única estrella de la bandera amarilla azul y roja del cartel en forma de mano de tigre, me recibió. Esa mano de tigre, hierro de INVEGA, dejó su huella en mi sin fuego ni metal y significó por años que había llegado a casa.

    Al llegar escuchamos una algarabía en el comedor y es que era la despedida de José González Novoa; el quinto o sexto tesista que había terminado su muestreo del doctorado y estaba por regresar a España en pocos días. Así que la fiesta era porque se marchaba, por su amistad y por el tiempo compartido con todos en la Estación y en el Hato.

    En el comedor se habían arrimado las sillas contra las paredes para dar sitio al baile. En la mesa había ron, Coca-Cola y limones. Las chicas de la cocina bailaban a turnos con Pepe riendo, los ayudantes se contaban cosas con picardía. Entramos entonces por la puerta de madera. En medio de voces, risas y bachata me presentaron a todos y sin darme cuenta, me hice parte del ritmo de Juan Luis Guerra en la noche de mi llegada al Frío, a la sabana de vida abundante y a la vida de -voz caribe- Apure, amalgama arahuaca-achagüas, hijos de los ríos, transhumantes chiriocas, betotes y sálibas; yaruros, caboverdianos, guineanos, andaluces y canarios: llaneros.

    La Estación Biológica se gestó en los años 70, durante un viaje que hiciera Félix Rodríguez de la Fuente con Javier Castroviejo a los Llanos del Orinoco. Se fundó poco después en 1973, en la idea y buena voluntad de Javier, biólogo agudo y pragmático, y del Dr. Maldonado dueño de la tierra generoso y visionario. A partir de ahí todo fueron acuerdos con sentido común y buena voluntad. Una casa sencilla para alojar a los biólogos en su trabajo de campo, y la inmensa sabana con sus espejos de agua en donde ver el reflejo y la realidad.

    Así, sin más complicaciones José Ayarzagüena, Carlos Ibáñez, Tomás Azcárate y Bang, Cristina Ramo y Curro Braza, montaron a caballo y estudiaron la vida de los aragüatos, las garzas, las babas, los galápagos, los murciélagos y los chigüires. Eran jóvenes equipados con libretas, lápices y cámaras fotográficas que forjaron vínculos estrechos con esa tierra que por lejana, se les volvió entrañable junto a sus llaneros.

    Como la sabana es llana y esconde poco o casi nada, esos aplicados estudiantes dieron paso a otros que a sus tareas de investigación fueron sumando las de llevar la Estación Biológica. Mejorar la casa, organizar un espacio que sirviera de laboratorio, cuidar de los caballos. La naturaleza y el hombre conociéndose en aquel lugar llamado El Frío.

    El Hato el Frío era un lugar de referencia, porque mantenía las sabanas naturales casi intactas y protegía la fauna con resultados extraordinarios para el país y para la región. En 1989 el prestigio de la Estación Biológica había llegado a otros continentes, así que las visitas de una nueva clase de turistas, amantes de la naturaleza, se arreglaba desde el teléfono de casa –del hogar de Carlos Lasso y de José Ayarzagüena- y luego desde el Museo de la Fundación la Salle, quien además nos permitía usar su frecuencia de radio, para comunicarnos cada día a las diez en punto de la mañana con el Hato. En el siglo del correo postal, la radio, el teléfono y el fax, el Hato y la Estación Biológica fueron pioneros en el turismo ecológico en América Latina. Los nuevos visitantes venían recomendados por otros anteriores, sin que mediara ningún tipo de publicidad. Eran personas sensibles, impecables en su comportamiento con la gente y su entorno y de todas las categorías que queramos establecer, mochileros, adinerados, familias con niños, parejas de novios, amigos aventureros, todos con dos aspectos en común, la humildad que otorga la verdadera conciencia, y el respeto por todo y por todos que se adquiere con el andar.

    La Estación Biológica recibió a cientos de personas que llegaban con diversos fines: contemplar su naturaleza, filmar documentales pioneros de la National Geographic y de Discovery Channel, estudiar, fotografiar, charlar un rato de paso compartiendo una cerveza fría. En fin, El Frío estaba abierto a todos con generosidad. Carlos era el Administrador de la Estación en aquel tiempo sin ordenadores portátiles ni teléfonos móviles, en el que todo se anotaba en un cuaderno y nunca fallaba, en el que los visitantes llegaron siempre bien y se marcharon sin ganas de irse.

    Pasados los primeros años y mientras los biólogos seguían registrando sus observaciones, escribiendo sus tesis, aprendiendo de los llaneros y haciendo de sus modos, nuevas querencias, Javier Castroviejo buscaba dinero en España para convertir aquella precaria Estación, en un sitio consolidado de ecoturismo para el estudio y la conservación. El ecoturismo, surgido recién como oferta de viaje responsable a zonas naturales, era la forma de cuidar aquella biodiversidad y darle bienestar económico a la gente de Achagüas, Mantecal, Apurito y El Samán que trabajaba con nosotros.

    Iván Darío Maldonado había otorgado a la Estación un predio para las instalaciones y libertad para recorrer la sabana y aprender de ella. Así fue como en 1990 la Unión Europea concedió por fin el financiamiento a la Asociación Amigos de Doñana y se arregló un poco la casa de los biólogos, se acomodó el laboratorio, se amplió el comedor en el que yo bailé al ritmo de Juan Luis Guerra y sobretodo, se construyó una casa para los turistas al modo tradicional llanero. Se sumaron cocineras y guías conductores, gente que conocía los bichos, las crecidas y los agüachinamientos de la sabana; gente que formó un vecindario bajo los mil corazones del camoruco y madre del arpa, en un centenar de metros en donde todo se hacía casi siempre, con buena voluntad.

    En los 90 yo estaba terminando la carrera y era parte de la familia del Museo de Historia Natural La Salle, y digo familia porque aquel grupo de personas con una vocación inquebrantable, era mucho más que un equipo de trabajo. Allí estábamos José Ayarzagüena, Carlos Lasso, Celsi Señaris y yo vinculados de alguna manera a la Estación Biológica El Frío, a nuestra “sabana africana” en América; ideal de conservación a la vez que producción ganadera audaz y responsable. Una naturaleza enorme, disponible e ilimitada en conocimiento, y una cultura genuina, la llanera.

    Llegué entonces aquella noche de fines de 1989, al baile de despedida y comienzo de un nuevo amor. Pepe se despedía y yo me enamoraba de la sabana, y de quien comparte conmigo la vida desde entonces hasta hoy. Ahí empezó mi querencia por el llano, el lamento y el canto, todo junto en el corazón.

    La Navidad de ese año decidí mi vida volviendo al Frío. Tomé un bus en el Nuevo Circo de Caracas y me senté en el puesto primero detrás del conductor; le toqué la espalda y le dije, -¿Puedes avisarme cuando lleguemos al Hato el Frío. El que está entre El Samán y Mantecal?. – Si está bien, yo te aviso- me respondió con seguridad. Todos conocían El Frío y todos solíamos confiar. Después de medio día de carretera, apareció a la derecha la entrada del Hato, el maute, la mano de tigre que se respeta.

    Bajé de un salto y caminé por el terraplén dejando atrás del préstamo de la entrada, la Laguna Principal llenita de garzas, la curva entre jobos y cañafístulas, los mangos que sostienen a los aragüatos al amanecer, la casa de Páez, los dormitorios de los llaneros, la planta eléctrica y el “falso” que separa el área de trabajo con los caballos del terraplén del Mucuritas que lleva a la Estación. El cañaveral de guafas anticipa con estrechez, la amplitud de la sabana norte hasta el Guaritico, hasta el Apure, hermano pequeño del Orinoco en el llano; mundo de viento en verano. Unos pasos a la izquierda y allí estaba el gran camoruco -que siempre fue enorme- y Carlos vestido de caqui, organizando la excursión para los cuatro turistas con binoculares que ya trepaban a los carros para ver todo hasta el atardecer.

    La casa de los turistas

    Cuando por fin se pudo invertir en la casa grande y en vehículos acondicionados para ver desde arriba la sabana, yo ya vivía en la Estación, y fueron aquellos días excepcionales en mi vida, de mucho trabajo y más ilusión.

    La Casa de los Turistas como dije, se hizo a la usanza llanera, con paredes de bahareque reforzadas en los bajos con cemento para que la lluvia no la desgastara en invierno, y dos techos, uno falso y más robusto por dentro y uno externo de palma, bellísimo por fuera. Recuerdo cuánto se trabajó en aquel diseño: José (Ayarzaguena), Enrique (Jiménez), el arquitecto, Carlos, los obreros, y recuerdo sobretodo, cómo los tautacos aprendieron muy pronto a sacar con el pico, un poco del techo para sí. La Casa de los Turistas, tenía un amplio corredor en T con vista a la sabana, y diez habitaciones con baño y terraza. En cada habitación dos o tres chinchorros en donde los turistas conocerían el descanso del llanero. Algunos no dormían nada pero la mayoría agradecía la experiencia.  Esa construcción que materializaba un gran esfuerzo de la Estación Biológica, se concluyó en dos años en los que hicimos todas las tareas necesarias con tanto amor y esmero, que cada detalle quedó en mi memoria para siempre. Las ilustraciones de la guía de aves de Phelps, emblema del temprano conocimiento en Venezuela de nuestra biodiversidad, enmarcadas con madera simple y paspartú. Los troncos nudosos con los que hicimos las bases de las lamparitas de las mesas de noche, las ruedas de carretas antiguas que negociamos en un caserío de Barinas, transformadas en sendas lámparas para los pasillos principales. Lencería para las habitaciones, vajilla para el comedor, utensilios nuevos para la cocina. Con cuánta dedicación y entusiasmo fuimos a los mercados de Caracas, a los de Barinas y San Fernando.

    Los domingos y días sin turistas, se hacía lo que no se podía en días con gente. Carlos subía y bajaba de una enorme escalera para inyectar insecticida en cada pequeño agujero de los horcones y travesaños de madera. Luego para fumigar el techo, tóxica tarea que nadie quería hacer. Lo que hiciera falta se hacía porque aquella era nuestra Casa también.

    Luego pensaría con nostalgia en los primeros tiempos y en la voluntad y tenacidad que hizo falta para todo aquello. Porque antes, los turistas dormían en la casa de los biólogos. Dos habitaciones, un baño compartido y comidas en torno a la única mesa que había y que reunía siempre a gente variada. Un prestigioso dermatólogo australiano, un periodista francés y dos intrépidos españoles de ACNUR, formaron  nuestra última combinación en aquella mesa que se había multiplicado por tres, en el nuevo comedor.

    Los años siguientes fueron dos libros completos de agradecimientos e invitaciones de los visitantes a quienes mostramos el humedal del Frío. Su paisaje, su fauna y su gente. Noches de tertulia, de repasar lo visto, de resolver dudas, de mirar en los libros, de reír de las anécdotas y cuando a pesar del cansancio, nadie quería terminar el día, un trago de ron. Un “Cuba libre” que ahora parece un mal chiste.

    Los días eran siempre provechosos entre la investigación personal y las labores administrativas y logísticas de la Estación. Ir a buscar un carro “pegado” en la sabana, hacer funcionar la planta principal. Dar de comer a los animales, arreglar un baño, hacer un plato vegetariano con cariaquitos o explicar algo en inglés.

    Los viajes a San Fernando o a Barinas para las compras, siempre seguían un plan, incluso en la selección de casetes de música, cuyas letras describían lo que íbamos viendo por la ventana. En Barinas comprábamos la madera, luego almorzábamos una pieza de carne y de salida tomábamos café en la zapatería de unos Sirios amigos que lo hacían como en Damasco. En Achagüas nos surtíamos de cosas menores y llamábamos a Caracas, cuando al fin pusieron aquellos monederos que dejaron sin efecto, al único teléfono que en Banco Largo nos servía a todos – solo a veces- en cientos de kilómetros en medio de la nada. En San Fernando había mas qué hacer. Comer mamones del árbol que daba sombra al supermercado de un señor portugués, a la ferretería de Don Pipo el Italiano, a comprar repuestos en el galpón de un español de tercera generación, al INIA a buscar un joven aragüaney o al río, a por los pescadores y a comprar queso; a reponer un sartén o alguna toalla, a pagar a los choferes que llevaban por tierra a los turistas y al final, a almorzar el obligado plato Príncipe en el restaurante El Príncipe de la avenida Miranda. Nos atendían con cariño sus dueños libaneses, mientras la abuela cortaba ingentes cantidades de perejil, sentada en un taburete en el pasillo que conducía al baño. Aquello era felicidad a 32 ºC y 82% de humedad.

    Los domingos siempre aparecía alguien. Una familia de paso hacia otro destino que entraba a conocer a Joselo, nuestro caimán patriarca de la Estación; otras  veces llegaba un caminante con una mochila, venido de cualquier parte del mundo. Siempre se quedaba, no importa lo que tuviésemos que hacer. Un domingo de aquellos llegó Alexander Degwitz. Era una tarde soleada, acompañada de una brisa que anticipaba el afecto con el que años después nos volveríamos a encontrar, gracias al ángel de Natalia Díaz. Curioso, porque de la familia Maldonado, solo con él coincidimos en la Estación durante esos casi cuatro años; con él y con su extraordinario abuelo, a quien nos presentó una tarde también de verano, Javier Castroviejo y con quien conversamos algunas pocas veces más, siempre con mutuo respeto y admiración.

    Si quedaba algo de tiempo por la tarde, caminábamos hasta la Carmera entre el ganado manso. Si era abril o mayo, peleábamos con las vacas por los mangos. Pero si había turistas ¡era el caño Guaritico el paseo estrella!. Por el agua quizás, o por la vista. Por las toninas o por todo junto en la belleza del conjunto. Las excursiones al Guaritico siempre paraban en el Fundo Las Ventanas y allí siempre había alguien a quién saludar, con quien conversar o beber un guarapo, algún niño con quien jugar mientras montábamos el motor en la lancha, siempre haciendo pausa frente al onoto para ver si estaba listo el fruto y sus semillas o si solo verde y había que esperar.

    En la Estación siempre había trabajo y siempre el trabajo nos hizo bien. Se acompañaba de mucho café y de silencios, de palomas torcaces y chenchenas; de tertulias en varios idiomas, de consultas en los libros que mostraban algo de lo visto o no visto aun y de fotos recién tomadas; de tantas cosas cautivadoras que aquella vida era un festín.

    El tercer humedal más grande de Suramérica

    Durante esos años, El Hato El Frío y la Estación Biológica hicieron posible que muchas personas dentro y fuera de Venezuela conocieran el tercer humedal más importante de Suramérica y aprendieran sobre la cultura llanera. Carlos Lasso y José Ayarzaguena iniciaron el Programa de Conservación del caimán del Orinoco, diseñando y construyendo las tanquillas para los juveniles. Luego con dedicado esfuerzo, se los traía a Estación y entre todos hacíamos jornada completa para pesarlos, medirlos, marcarlos y por varios años, darles de comer a diario. Emocionantes fueron los días de las primeras liberaciones en los cuerpos de agua del Frío. Fue así que esas primeras poblaciones esquivaron la extinción.

    A pedido de Castroviejo, Carlos redactó planes educativos para las escuelas de la zona y muchos niños vinieron a conocer la Estación,  a escuchar la importancia de cuidar todo lo que hay en el llano. Con los pescadores desde Achagüas hasta Mantecal, forjó una relación de confianza mutua pescando juntos. Compartiendo faenas, entendieron que los peces del Guaritico y todo animal del llano, merece ser respetado para que podamos estar bien. También por aquel tiempo redactó el Plan de Manejo y la Normativa que regiría la Estancia de Investigación, procurando que la Estación fuese funcional y cooperativa. La clave fue la cooperación y la confianza mutua. Con el Hato se construyeron alcantarillas para el flujo de agua en invierno. Con los colegas de Inparques se hicieron censos de babas, caimanes y chigüires; se recuperó la fauna herida y decomisada, encargándosenos su cuidado y liberación. Fue un tiempo en el que cada uno hizo su parte y el conjunto funcionó bien. Recuerdo que había tantos chigüires, galápagos y babas; tantos había, que parecía que nunca iban a faltar.

    En el frío aprendimos a saber, mirando las plantas, dónde hay agua aunque sea verano en el bajío. Aprendí que pueden un garzón soldado y un lorito, hacerme saber, mostrarme, que aprendieron a volar. Aprendí que a los perros de agua no les gusta que los engañen y que a un pez clícido inteligente como el oscar se le puede domesticar, pero después de volverse dócil, una piraña se lo puede tragar. Aprendí que el jaguar es león y le gusta trepar, que un puma puede ser tolerante y discreto para volver a la libertad y que un caimán como Joselo, aunque sea de la familia, no pierde su agresividad. Conocí el espanto del aguacero y la noche oscura, en la que los fantasmas son canto de rana y remudio de vaca.

    Carlos y yo vivimos los retadores años de la transición al ecoturismo. La construcción y acondicionamiento de la casa, la formulación de planes y la nueva organización ocuparon casi cuatro años de nuestra vida, en la que además yo debía terminar mi tesis de licenciatura y él sus muestreos de la doctoral. Así lo hizo. Documentó todos los peces de las casi 80.000 ha del Hato y la dinámica hidrológica de ese complejo humedal. Todo se hacía simultáneamente a ritmo vertiginoso en la calma del llano. Observar, registrar, observar, registrar.  Para los atropellamientos de fauna recurrentes en las carreteras de nuestros recorridos, diseñó una metodología: le entregó una libreta a los guías y conductores y por años se documentó cada animal que aparecía muerto en la vía del llano. Más aun, cuando íbamos en el carro, se detenía, lo montaba con nosotros y lo llevaba a la Estación. Al llegar cansados y con sed, lo primero siempre era ir al laboratorio, pesarlo, medirlo y anotar todo aquello que hiciera que su muerte no fuese en vano. Todo era potencialmente valioso y se miraba con respeto y curiosidad. Carlos empezó a la par y por aquel entonces, el primer estudio sobre las rayas, parientes del tiburón en el llano. Esas maravillosas criaturas redondas nos mostraron sus caracteres para la taxonomía y sus hábitos para la ecología.  Pero sobretodo le dejaron la inquietud de estudiar las implicaciones en la salud de los pobladores locales, visto que a tantos llaneros su picadura le había causado terribles dolores y complicadas lesiones, tras vadear orillas, sorteando caimanes, pirañas y guabinas.

    Para nosotros, lo excepcional de vivir en El Frío, combinaba un par de factores. La permanente observación de la dinámica del gran humedal. Esa gradación diaria que convierte a la sabana en un mar de agua dulce, en el imperceptible desnivel del bancos, bajíos y esteros cuando llueve o se desbordan los caños en invierno. En ese escenario, la vida de animales y plantas, cada uno en su nicho de agua, aire y tierra, ofrecía siempre una novedad. Por otra parte la gente. Turistas de buen ánimo siempre con ganas de ver y aprender, y llaneros con estrenado orgullo de mostrar lo suyo, sintiéndose bien tratados y bien pagados, aprendiendo de lo nuevo y de lo que siempre estuvo allí.  Vivimos con gente que vivió siempre o casi siempre en el Frío, con gente que nació cerca del Frío. Todos los empleados del Hato eran de por allí.  Marcelino, especialmente cariñoso. Aún puedo escucharlo gritando –¡Ana!- desde la altura de su caballo al encontrarnos por ahí. Pastora, cuyo chigüire guisado y degustado en su casa, fue el primero y más sabroso que probé jamás. Arcángel, hombre de nombre celestial; menudo, discreto y habilidoso compañero que convertía la madera en algo siempre funcional. Dervio, quien nos apreciaba. Hombre que ponía orden en el Hato y cuya cabeza cubría elegante con su sombrero pelo de guama. Tantos nombres de hombres y mujeres que por años pronunciamos con afecto, con la familiaridad del que vive cerca y comparte lo que hay. Como la sabana, que todo lo da sin reserva, la salida y la puesta de sol, los mochuelos en sus hoyos, las espinas en las güaicas, las macanillas en el Macanillal. Una tarde nos fuimos a buscar una chiquita para plantarla en la Estación. Por los lados de la Laguna El Boral había un mastrantal con olor a menta y manzana; delicioso aroma como bonito nombre, Mentha suaveolens. Allí llegamos y allí nos bajamos con pico y pala para arrancarle, a ese macanillal incipente, un jovencito y adoptarlo en la Estación. Palma chiquita pero rabiosa, con puyas de más de un dedo de largo que supongo hoy día será de lo poco que aun crece en la Estación. La regamos con cariño y la vimos echar pa’lante hasta que prendió.

    Sembramos muchos otros árboles y en octubre de 1992 nos marchamos de la Estación. Nos fuimos a Sevilla a terminar el doctorado, como era orden y tradición. Castroviejo había venido unos meses antes y sentados bajo el almendrón de casa, él descubrió nuestro apego y entonces, para nuestro bien, nos conminó a concluir la faena en España. Allá marchamos y en 1996, después de Sevilla y Guinea Ecuatorial regresamos de nuevo a Venezuela. Comencé ese enero y con la sola ayuda de Carlos y de Pepa, antiguo guía y compañero, el arduo y estrictamente planificado muestreo de mi tesis doctoral. Para entonces, relevantes cosas habían cambiado y nuestro objetivo se redujo prudentemente a estudiar las plantas acuáticas y los humedales en aquellas familiares y extensas sabanas desde Yopito hasta el Guaritico, desde las Ventanas hasta Cailadero, desde la Morita hasta la Porfía, desde la Apontera hasta Manirito, desde la Carmera, el Mucuritas y el Macanillal hasta la Clemencia.

    En esa llanura inmensa estará siempre el corazón de los llanos y el nuestro. Nuestra gratitud por siempre a Iván Darío Maldonado y a Javier Castroviejo por asistir a nuestro espacio y tiempo.

    Gracias por el progreso que nos dieron entonces y por cuidar del humedal del Orinoco, de modo tan ejemplar.

    “Mi verso viene del llano

    y vuelve al llano mi verso;

    de allá viene, hacia allá vá,

    por el rumbo del recuerdo.”

    Julio César Sánchez Olivo

    PD: Gracias a mi querida Natalia Díaz por rescatar del olvido, lo que se hizo con bien.

    Autor: Anabel Rial
    Enero 2021

    Tomado de: https://maldonadofamily.com/project/el-frio-en-mi-corazon/